lunes, 28 de mayo de 2012

Frente Aleman del Trabajo

  A principios del siglo pasado se operó en los pueblos del Centro y del Occidente de Europa un cambio en su estratificación económica y social.
Este cambio halló en nuestro pueblo su mas clara expresión. a causa del exceso de natalidad habíase convertido Alemania en un país cuya población no tenía ya espacio suficiente para su actividad, para su alimentación y para su desenvolvimiento cultural. El hijo del labriego no encontraba medios de subsistencia ni en la tierra ni en el campo y se veía forzado a emigrar o a buscar dentro del país nuevas posibilidades de vida. Esta fue la época en que se realizó la gran revolución en el terreno de la energía y de la fuerza. A principios del siglo anterior hacía su aparición la fuerza de vapor como fuente de energía de una vida hasta entonces puramente manual. El carbón y el hierro comenzaron a adueñarse de la economía. Las industrias manuales se convirtieron en fábricas. Del maestro y del oficial surgió el empresario y el ejército de millones de obreros. El espíritu inventivo alemán y su afán de empresa crearon en nuestro país una actividad insospechada. Por una parte, el reducido espacio y, por otra, la conmoción que se operó en el terreno de la mano de obra hicieron del pueblo alemán uno de los mas grandes pueblos industriales del globo.
Fue una suerte inmensa el que el desenvolvimiento de la industria alemana hubiese deparado entonces al excedente de la población la oportunidad de hallar en el interior nuevas posibilidades de alimentación y de subsistencia. Pero en cuanto al desenvolvimiento nacional del país esta revolución planteó lógicamente enormes problemas que -hoy podemos decirlo- no han sido resueltos por las generaciones del siglo pasado.

El empresario contemplaba fascinado el desarrollo de sus talleres y de sus fábricas y olvidaba con ello que, antes que nada, debía ser conductor de hombres y no tan solo inventor o comerciante. El hijo del labrador se convirtió en obrero, se desnacionalizó y fue fácil víctima de la herejía marxista. Esta evolución, que a poco hubiese conducido a la ruina a nuestro pueblo, era natural consecuencia de la concepción liberal de la vida que trajo al mundo la revolución francesa de 1789. El liberalismo había de ir por consiguiente a la disolución de la comunidad. Cuando en cualquier terreno o actividad se predica solamente el mito del individualismo, este criterio tiene que llevar paulatinamente al reconocimiento del desenfreno, disolviendo con ello todo vínculo de comunidad.
Del empresario surgió el tipo Manchester, y del obrero, el esclavo del salario. La expresión mas dura de este pensamiento liberal fue el marxismo que, con su sutil teoría programática, no solo relajo los vínculos del pueblo, sino que abrió en éste criminalmente grietas y simas casi imposibles de ser salvadas, negando la existencia de los pueblos y reconociendo solamente clases internacionales. Familias, castas, razas y naciones, naturalmente creadas, trocáronse en grupos de individuos que luchaban entre sí a vida o muerte.
No queremos ahora investigar a quién ha de culparse dentro de nuestro pueblo por haber favorecido esta evolución, si principalmente al patrono o al obrero, al mercantilismo de la clase media o bien al envanecimiento y a la presuntuosidad de las clases privilegiadas, pues es difícil determinar quién ha dado el primer paso.
Pero el hecho es que tanto la evolución demográfica y económica de nuestro pueblo como su concepción del mundo favorecieron este estado de desintegración, prestándole el terreno mas propicio y permitiendo el que individuos pertenecientes a razas extrañas utilizasen esta evolución para actuar por su parte como elementos disociadores. Llamábanse socialistas y predicaban la lucha de clases, destruyendo con ello todo vínculo de comunidad. Llamábanse socialistas y, conscientemente, hacían del obrero un esclavo del salario, fomentaban los complejos de inferioridad, rompiendo con ello todo orgullo que necesita el hombre. Vieron en él el tipo ideal de pacifismo, le convirtieron en un ser propicio para aceptar su doctrina de cobardía. Predicaban la democracia aunque este supuesto dominio del pueblo no tuviese la menor cosa que ver con la autodeterminación de aquél, sino que era mas bien un comodín para entregar al pueblo a los bajos instintos, al egoísmo y a la corrupción de determinados dictadores de partidos. Llamábanse pomposamente empresarios, pero no advertían que mientras fijaban sus ojos en el crecimiento de sus fábricas y de sus chimeneas, otros individuos captaban a su personal. Lo hacían por humanitarismo, por fraternidad universal, y la Historia demostrará algún día que esta época ha sido la mas brutal y la mas desconsiderada que jamás esclavizó a la humanidad.
Como queda dicho, no hemos de puntualizar, y hoy, en la era de la gran revolución Nacional-socialista tampoco queremos exhumar faltas y falsedades pretéritas. Pero, con todo, hay algo que merece destacarse.

Si en la actualidad observamos el gran éxito de nuestro pueblo, precisa hacerse una clara idea de lo que significaba en realidad la fuerza interna y poderosa de aquellos movimientos obreros. El trabajador se sintió desarraigado, sin patria. Todo su anhelo, toda su esperanza y su fe no conocían mas que una sola cosa: Ganar, sentir otra vez terreno firme bajo sus pies, conquistar la tierra, la patria. Es la mayor mentira de la Historia suponer del obrero alemán que haya pasado por tantos sacrificios y por tantas luchas con miras a una simple política de salarios, que haya llevado a cabo sus huelgas por mezquinos aumentos de jornal. El motivo mas profundo y decisivo ha sido la lucha por su consideración social y por su honor. Esta gran lucha nacida del orgullo del hombre, es causa de que valoricemos tanto al elemento obrero. La evolución vió surgir una nueva clase social que luchó por la comunidad y por la identificación con su pueblo, por su patria, por su honor y por su consideración social. Por otro lado, tampoco hemos de tachar de malo al patrono. Asimismo su caudillaje fue falseado, se adulteró la directriz mostrada en el terreno de los inventos y de sus empresas. Y si observamos hoy este indómito afán de nuestro pueblo, en todas sus capas y en todos los terrenos, de volver a encontrar la senda perdida de la comunidad, de volver a ser un conjunto homogéneo, advertiremos el deseo de ver por fin realizado aquél falseado afán y aquellas frustradas esperanzas de un siglo antes. Los hombres quieren hoy acercarse los unos a los otros. Todos cuantos diques los dividieron, todos cuantos prejuicios los separaron, han desaparecido ya, y el pueblo buscó y se encontró a sí mismo, aún cuando sus dirigentes no lo hubiesen querido así.
En esto estriba el gran secreto de la revolución Nacional-socialista: el que su Führer Adolf Hitler haya salvado de las trincheras de la Gran Guerra aquel pensamiento propio del verdadero socialismo y de la única comunidad, nacida de la camadería y de la lealtad, llevando dicho pensamiento a la esfera política y haciéndolo aprovechable para la transformación de nuestro pueblo. De ahí que fuese un verdadero crimen, una villanía, el que los poderosos del 9 de noviembre de 1918 de esforzasen en borrar de un plumazo, con una constitución de cartón, el capítulo histórico contenido en los cuatro años y medio de inmensos sacrificios exigidos a un pueblo.
Cuando dos millones de seres sacrifican su vida es, pues, una ilusión y un desvarío presentar estos sacrificios como algo ilegítimo, falso, mas aún, como criminal. La revolución alemana tuvo sus comienzos en aquellos días de agosto de 1914 y puede afirmarse que cuando realmente principa la renovación de un pueblo hay que ofrendar al destino sangre en holocausto.
En las trincheras del Oeste y del Este volvió a encontrarse el pueblo a sí mismo. Las granadas no inquirían la condición social o el nacimiento, no distinguían al pobre del rico, no tenían en cuenta la profesión. Solo prevalecía la comunidad de destino y la decisión de jugárselo todo. El pueblo alemán salió airoso de esta prueba y todas las hazañas de nuestro ejército fueron realizadas por una ilimitada lealtad y por una maravillosa camaradería que solidarizaban entre sí a estos hombres. Éste era el verdadero socialismo. Socialismo quiere decir fidelidad, camaradería; significa tener valor, luchar por una idea grande magna. Pero ahora el Destino nos probaba por segunda vez. Alemania había demostrado que podía formar una comunidad. A pesar de todo, este gran sacrificio fue acompañado por algún éxito, pero el Destino precisaba saber si este pueblo estaba dispuesto a realizar también idénticos sacrificios en los tiempos de la mayor ignominia, de la mas profunda humillación y de las mas inauditas privaciones. Esta segunda prueba de 1918 a 1933 fue mas dura que la de 1914 a 1918. Conducido el pueblo por traidores, escarnecido y derrotado por los de fuera, surgió ya desde los primeros balbuceos de esta época una nueva comunidad juramentada para su buena o mala suerte, pronta a afrontar cualquier sacrificio. Su Führer fue modelo de todos. Su lealtad, su camaradería, su fervor por la idea y por Alemania, su espíritu de sacrificio en todo y para todo, comunicaron a este puñado de hombres el vigor de captar para una estrecha unión a todos aquellos que habían traido de las trincheras al hogar el espíritu y la idea de comunidad.   ASI LLEGÓ EL AÑO 1.933, EL AÑO DE LA VICTORIA

No va a ser mi misión el señalar todos los detalles y los grandes triunfos de la revolución Nacional-socialista en el pasado año, aún cuando el mas grande de ellos, especialmente para los extraños, sea la maravilla del crecimiento y de la formación de la unidad del pueblo alemán.
El 12 de noviembre ha demostrado que el Nacional-socialismo no tomó las riendas del Poder en Alemania de una manera superficial, amordazándola y sojuzgándola ahora como un déspota mediante el terror y la violencia, sino que este régimen, caso único en el mundo, tenía su raíz en el amor, la fidelidad y en el fervor de todo un pueblo. ¿Qué estadista puede factarse como Adolf Hitler de tener el 95 % de la nación tras de sí y de su política? El régimen hitleriano es la democracia en su mas noble y sublime sentido.
¿Cómo ha sido posible este milagro?
Los adversarios del Estado Nacional-socialista contaban ante todo con la oposición de los millones de obreros marxistas. Un ejército de emigrados intentó, desde el extranjero, sostener y alentar esta resistencia por medio de periódicos, octavillas y otros recursos propagandísticos. Mas todo fracasó. Hoy es precisamente el obrero alemán el mejor y mas leal apoyo de Adolf Hitler y de su régimen. Los puntales mas firmes del marxismo no eran solo los partidos políticos, sino en particular los sindicatos. Estos sindicatos que en sus comienzos habían sido movimientos obreristas y que con absoluta independencia de la política se habían impuesto el cometido de lograr para el obrero el necesario prestigio, iban en las postrimerías del siglo pasado a remolque de los partidos políticos.
Poco a poco se fueron haciendo un simple medio político para facilitar a los caciques del partido la consecución de sus objetivos. En los años de la postguerra era difícil para un extraño distinguir un simple funcionario del partido de un secretario de sindicatos. Las organizaciones sindicales se habían vendido a los partidos políticos, estaban entremezcladas con ellos y era una cosa mas que lógica y prudente el que el Estado Nacional-socialista aniquilase este último refugio de la concepción del mundo marxista y centrista. Pero de ningún modo quiere esto decir que el Estado Nacional-socialista fuese contra el elemento obrero. Por el contrario, nosotros los Nacional-socialistas vimos precisamente lo beneficioso que era para los trabajadores el librar a los sindicatos del caudillaje marxista y de otras influencias, y franqueamos así al obrero la puerta de acceso al Nacional-socialismo y a la comunidad.
No es este el lugar de volver a desarrollar históricamente las cosas tal como han acontecido el 2 de mayo de 1933 y los días sucesivos. Pero, a pesar de todo, no quisiera dejar de señalar una circunstancia que caracteriza lo deleznable y lo pútrido de estas organizaciones. Los dirigentes de los sindicatos no solo no habían opuesto la menor resistencia, sino que por el contrario, cada uno de los que tomaron parte en esta magna labor experimentó la sensación de que los jefes sindicales contaban ya con su distribución y que consideraban como un alivio el ser separados de sus cargos. Se allanaron a todo. Era como si se sacudiese del árbol una fruta sobradamente madura que ya había empezado a pudrirse. Lo que junto a este estado de cobardía o indecisión destacaba tal vez mas vivamente, era el hecho de que las masas del país se encontraban igualmente satisfechas de ello. No acaso porque estos hombres fueran cobardes también, sino porque ya mucho tiempo antes de nuestro advenimiento al Poder, desde hacía mas de 10 años, habían tenido la sensación cada vez mayor de haber sido engañados. Peor que hasta entonces ya no podía irles. Así era su criterio. Y cuando declaré que no solo se mantendrían las organizaciones y las instituciones del obrero, sino que nosotros habíamos seguido atentamente la heroica lucha de los trabajadores en los pasados lustros y que nos esforzaríamos en crear para ellos nuevas identidades que habían de proporcionarles, dentro de la comunidad de la nación, una existencia realmente digna del hombre en lo que se refiere a su honor y a su consideración, el fatalismo se trocó entonces en confianza.  Pero no queríamos que la cosa quedase ahí. Deseábamos crear algo nuevo. La organización, los objetivos y el camino que se habían trazado los antiguos sindicatos eran enteramente falsos. Así, pues, hubo que seguir por derroteros enteramente distintos, fijar nuevos objetivos y hacer una labor de adaptación. En la memorable sesión del 17 de noviembre, celebrada por el Consejo de Estado, dí ya a conocer el proyecto de organización de Fuerza y Alegría. Al sistema anterior debíase el hallarse el pueblo deshecho, resquebrajado, aún cuando se hubiese predicado la idea de comunidad en todas las grandes organizaciones. El pueblo aspiraba ansiosamente a la comunidad. Tratábase, en efecto, de un ansia arrolladora de juntarse, de unirse de nuevo. Al Führer se le debía la máxima de que un pueblo con el cual quiere hacerse política, ha de estar muy bien de nervios. El desenvolvimiento moderno de la industria, el acuerdo de Washington acerca de la jornada de ocho horas imponía aquella perniciosa racionalización que convertía a los hombres en simples máquinas.
El cronómetro, la labor a destajo, la máquina, la correa sin fin, todo ello destrozaba los nervios y mecanizaba a los hombres. Los poderosos de ayer no habían sabido en modo alguno crear la compensación, entretener las horas libres de millones de seres y proporcionarles con ello recreo y esparcimiento. A mí no me cupo la menor duda de que no solo podía ser un nuevo orden político y económico el sentido final de nuestra revolución, sino que antes y por encima de todo debía formarse un nuevo orden social. El pueblo tendía a la colectividad, y nuestros afanes habían de encaminarse a organizar ésta y a buscarle nuevas tareas. Acaso algún día se considere como uno de los hechos magnos de nuestra revolución nacional el que pocos meses después de haberse anunciado la creación de la comunidad Nacional-socialista Fuerza y Alegría hubiesen podido marchar millares de obreros residentes en todos los puntos de Alemania a las montañas alpinas, a los maravillosos montes de la Selva Negra, al Harz, a las Selvas de Baviera y a las Montañas Gigantes. Así como se logró esta nueva aspiración a fuerza de energía y actividad, otro tanto puede decirse de todos los aspectos de esta comunidad, Nacional-socialista que se llama Fuerza y Alegría. El teatro del pueblo abrió sus puertas y 150.000 obreros solo de Berlín asistieron en las semanas pasadas.

Dr. Robert Ley

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