martes, 12 de junio de 2012

la batalla de Somme..

"En la Historia de la Humanidad nunca el hombre había matado tantos hombres en una sola jornada; habría que esperar a la bomba atómica para superar el listón.

 A las 7.30 de la mañana sonaron los silbatos y 150.000 hombres empezaron a salir de sus trincheras a lo largo de un frente de 28 kilómetros.En la primera jornada de la batalla del Somme hubo 55.000 bajas solamente del bando inglés, sin contar alemanes ni franceses.

Los periódicos ingleses publicaban a diario la lista de bajas británicas desde que empezara la Gran Guerra en 1914, pero aquel día tenían un problema técnico. Ni aun dedicando todas sus páginas a ello cabían los nombres de los 20.000 muertos y 35.000 heridos del aciago 1 de julio de 1916.

La matanza comenzó en un ambiente alegre y confiado, casi de prueba deportiva. La artillería había realizado un novedoso bombardeo de barrido durante seis días, y el mando británico pensaba que las defensas alemanas estarían desintegradas. Les dijeron por tanto a los soldados que no avanzaran corriendo, sino andando pausadamente, manteniendo las líneas de formación.



A las 7.30 de la mañana sonaron los silbatos y 150.000 hombres empezaron a salir de sus trincheras a lo largo de un frente de 28 kilómetros. Los oficiales iban fumando sus pipas y algunos soldados llevaban balones de fútbol; iban a celebrar la conquista jugando un campeonato entre regimientos en territorio enemigo.
Pero hubo un error de cálculo. Las defensas alemanas estaban demasiado bien hechas y no las había afectado el bombardeo. De modo que empezaron a tabletear las ametralladoras. Los alemanes dicen que era como el tiro al blanco en una barraca de feria. Los atacantes alineados, moviéndose despacio, caían en perfecto orden, como si la tópica figura de la Muerte los segara con su guadaña.

Sacar de las trincheras y lanzar al ataque a 150.000 hombres lleva mucho tiempo, pero nadie reaccionó en el Estado Mayor británico, nadie tomó nota de que las cosas no estaban saliendo según el plan. Seguían lanzado líneas y líneas de hombres al ataque, mejor dicho, a la muerte segura. De una brigada surafricana de 3.100 hombres sobrevivieron 140, por citar un ejemplo entre cientos.



Al cabo de unas horas la situación afectó a la moral de los alemanes. Los soldados se sentían asesinos de masas, y los oficiales tuvieron que ponerse pistola en mano tras los que manejaban las ametralladoras, amenazando con pegarle un tiro en la nuca a quien dejase de apretar el gatillo. Muchos alemanes lloraban mientras disparaban.




Los días de julio son largos. La masacre duró hasta la puesta del sol. Después fue una noche inolvidable para ambos bandos, oyendo lamentos de miles y miles de heridos que habían quedado abandonados en tierra de nadie. Robert Graves, el gran novelista, fue uno de los heridos del Somme y relató sus horrores y el impacto moral que causó. Hasta 1916, Inglaterra había mantenido la guerra a base de voluntarios, gente de todas las clases sociales embargada de patriotismo, que tenía fe en el buen hacer de su gobierno y sus jefes militares, pero “el idealismo se acabó en el Somme”, según el historiador A.J.P.Taylor. A partir de entonces los soldados desconfiaron de sus oficiales y sólo pensaban en cómo sobrevivir. Fue preciso recurrir al reclutamiento obligatorio."




LA BATALLA DEL SOMME. LA BATALLA MAS SANGRIENTA DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL - Martin Gilbert




«En su prisa por alcanzar al alemán, el soldado se enganchó el pie en una vieja raíz o en una mata de hierba y trastabilló. Cayó pesadamente sobre las manos, que se hundieron en el cieno viscoso, con la cara muy cerca de la superficie oscura de la laguna. Oyó un débil silbido, se extendió un olor fétido, las luces titilaron, danzaron y giraron vertiginosamente. Por un instante el agua le pareció una ventana con vidrios cubiertos de inmundicia a través de la cual él espiaba. Arrancando las manos del fango, se levantó de un salto, gritando.

-¡Hay cosas muertas, caras muertas en el agua! –dijo horrorizado-. ¡Caras muertas!»


La batalla del Somme –de la que trata este libro- fue seguramente una de las más señaladas de la Primera Guerra Mundial.


El 1 de julio, con cierta anticipación sobre la fecha prevista, las fuerzas anglofrancesas situadas en la región del río Somme lanzaron sobre las líneas alemanas el que iba a ser el ataque definitivo de la guerra. Después de dos años esta ofensiva pretendía romper el estancamiento del frente occidental y aliviar la insufrible presión que los ejércitos del Kaiser estaban desencadenando sobre los franceses en Verdún.

Durante más de cuatro meses, británicos y franceses atacaron repetidamente las trincheras alemanas para una ganancia total, en los puntos de máximo avance, de diez kilómetros, y una pérdida definitiva de más de 300.000 vidas. Tras el Somme, aunque aún habría de continuar la matanza, la guerra comenzó a cambiar, los asaltos frontales contra alambradas y ametralladoras con el apoyo de fuego masivo de artillería empezaron a ceder el paso a los carros blindados,
El libro de Gilbert trata sobre esta batalla. ¿Cómo? Empecemos por el principio. Por el título.
Gilbert tituló su libro: Somme, the heroism and horror of war (Somme, el heroísmo y el horror de la guerra). Sin embargo, dicho título se ha modificado, por motivos que desconozco, para la edición española. Y aunque parezca una tontería, la modificación es importante.


Para empezar, porque en este libro Martin Gilbert se centra mucho en la historia de los soldados de a pie, pasando muy poco por los cuarteles generales y menos aún por las instancias políticas. Con las historias de muchos soldados Gilbert compone un coro, a veces ordenado y a veces completamente disperso, que narra las terribles experiencias sufridas en las trincheras del Somme. Un coro, desgraciadamente, que habla mayoritariamente en inglés, con tan sólo una docena de alemanes y franceses que se asoman, agudos y graves, para dar un indicio –limitado- de que ellos también combatieron en el Somme.




Todas las historias que cantan estas voces se van solapando, van presentándose durante la lectura como los trazos de un cuadro puntillista, difuminados primero, desvelando finalmente ante el lector el horrible panorama de la guerra en las trincheras.



Llegados a este punto hay que empezar a hablar de pegas, y la primera de ellas es que, desgraciadamente, no hay nada que se parezca más al asalto de una trinchera que el asalto de otra trinchera situada veinte metros mas allá. Y es aquí donde el libro hace aguas y se vuelve tedioso. Y no sólo por la repetición de una misma narración, o muy similar, simplemente con distintos sustantivos (cambian los nombres de las personas, de los lugares y de los regimientos); tampoco exclusivamente porque abusa de los poemas escritos por los combatientes; sino también porque el autor se empeña en citar para sus lectores el sitio en que está enterrado el noventa por ciento de las personas mencionadas o, si no se encontró su cadáver, el memorial en que consta su nombre. Sólo se libran de ver su nombre unido al de un cementerio o a un memorial los que, además, tuvieron la suerte de sobrevivir.
El heroísmo y el horror de la guerra, reza el título original. Y cierta y tediosamente, no hay engaño, es lo que el libro de Gilbert nos transmite.
En cambio, donde sí hay un error es cuando el título en español nos habla de «la batalla más sangrienta de la Primera Guerra Mundial». ¿De donde salió el subtítulo si el propio libro nos aclara que en Verdún murieron unos 650.000 combatientes?

En resumen, un libro que pretende rendir homenaje a los combatientes británicos y del Imperio que murieron o sobrevivieron a aquella batalla, y que lo consigue, por desgracia, en un estilo demasiado estadístico; es decir, con una –en mi humilde entender- excesiva proliferación de nombres, cementerios y memoriales, con algunas referencias, sin embargo, a los altos mandos, y a los acontecimientos anteriores y posteriores sobre el mismo campo de batalla, pero que apenas son un respiro en medio del horror estadístico de las trincheras de este libro.






EL ESCENARIO DE LAS TRINCHERAS

 

Si con algún elemento bélico en particular identificamos la PGM es sin duda con “las trincheras”. La idea de “las trincheras” ha sido asimilada con tanto éxito por la metáfora y el mito que hoy día es casi imposible recuperar el sentimiento que entonces despertaba. Es una expresión cuyo verdadero sentido ha estado tanto tiempo muerto, que tenemos que esforzanos para recuperar su sentido literal. De modo que hagamos un pequeño viaje en el tiempo.

Desde el invierno de 1.914, hasta la primavera de 1.918 el sistema de trincheras era fijo; apenas se desplazaban unos pocos kilómetros. Los libreros de Londres que vendían mapas se sentían seguros almacenando “mapas del Frente Occidental” con una gruesa y ondulada línea negra dibujada de norte a sur, junto a la que se leía “línea Británica”. Y puedo decir lo mismo respecto de los libreros alemanes, pues tengo a la vista un mapa alemán de 1.917 (“Kriegskarten”) donde la línea discurre por el mismo sitio que la de los mapas británicos pero en este caso en color anaranjado (Trataré de colocar las fotos de este mapa en cuanto pueda).

Si una persona se hubiera podido situar en un punto lo bastante alto como para contemplar toda la línea en su conjunto habría visto una serie de múltiples excavaciones paralelas que descendían 650 kilómetros a través de Bélgica y Francia, formando más o menos una especie de “S” aplanada en sus lados y que viraba hacia la izquierda.



Desde la costa belga del Mar del Norte, la línea derivaba hacia el sur, se ensanchaba para abarcar Ypres, bajaba luego para proteger Béthume, Arrás y Albert. Seguía hacia el sur frente a Montdidier, Compiègne, Soissons, Reims, Verdún, St. Mihiel y Nancy; y finalmente unía su extremo más meridional a la frontera suiza en Beurnevisin, en Alsacia. Los primeros 65 kilómetros – la parte norte de Ypres – estaban en manos de los belgas; las 145 kilómetros siguientes, bajando hacia el río Ancre, eran de los británicos; y los franceses controlaban lo que quedaba al sur.

Henri Barbusse calculaba que sólo el frente francés comprendía unos 10.000 Kilómetros de trincheras. Como los franceses ocupaban un poco más de la mitad de la línea, la extensión total de las numerosas trincheras ocupadas por los británicos debió ser de unos 9.600 kilómetros. Así que debía de haber unos 19.600 kilómetros de trincheras solamente en el bando aliado. Si a esto le añadimos las trincheras de la Potencias Centrales tendremos una cifra de alrededor de 40.000 kilómetros, lo que representaría una trinchera suficiente como para dar la vuelta al mundo.




Lo normal es que hubiera tres líneas de trincheras. La primera se encontraba desde unos 50 metros hasta un kilómetro y medio de la trinchera enemiga. Varios cientos de metros detrás había una línea de trincheras de apoyo. Y aún unos cuantos cientos más atrás se encontraba la línea de reserva. Había tres clases de trincheras: Trincheras de fuego, como ésas; trincheras de comunicación, que corrían más o menos perpendicularmente a la línea y que conectaban las tres líneas; y “túneles”, zanjas menos profundas que se adentraban en la tierra de nadie, que daban acceso a puestos avanzados de observación, puestos de escucha, de lanzamiento de granadas y nidos de ametralladoras. El final del túnel estaba guarnecido la mayor parte del tiempo: la noche era el momento favorito e idóneo para salir. Si se iba desde la retaguardia, se llegaba a las trincheras siguiendo una trinchera de comunicación, que podía tener más de un kilómetro y medio. Frecuentemente salía de una población y se iba profundizando poco a poco. Cuando los que iban caminando llegaban a la línea de reserva, se encontraban muy por debajo del nivel de la superficie.



Una trinchera de fuego debía tener entre 1,80 y 2,45 metros de profundidad y 1,20 ó 1,50 metros de anchura. Por el lado del enemigo había un parapeto de tierra o sacos de arena que se levantaban entre 60 ó 90 centímetros sobre la superficie. Con frecuencia se encontraba un “parados” de 30 centímetros o más en lo alto del lado amigo. En los lados de las trincheras se excavaban uno o dos agujeros para los hombres (funk-holes) , y allí había refugios subterráneos profundos, a los que se llegaba mediante escalones de tierra, utilizados como puestos de mando o dependencias de oficiales. En el lado de la trinchera del enemigo había un paso de fuego de 60 centímetros de alto sobre el cual los defensores debían ponerse en pie para disparar y lanzar granadas en el momento de rechazar cualquier ataque. Una trinchera bien construida (entiéndase, una trinchera británica, pues de las alemanas hablaré en otro post) no hacía un largo recorrido en línea recta; eso hubiera invitado a enfilar el fuego. Una buena trinchera hacía zigzag cada tantos metros. Tenía fuertes barreras de protección diseñadas para reducir el daño a un espacio limitado, de manera que moverse a lo largo de ellas suponía hacer trenzados y virajes constantemente. El suelo de la “trinchera ideal” (permítaseme tal ligereza para denominar a tal infernal lugar) estaba cubierto de listones de madera, debajo de los cuales, unos cuantos centímetros de profundidad, había sumideros para recoger el agua. Las paredes, que se deshacían constantemente, eran reforzadas por sacos de arena, hierro ondulado, o haces de ramas o de juncos. Excepto por la noche, y a media luz, nadie miraba por encima de la parte alta salvo utilizando periscopios, que se podían comprar en la sección de “Requisitos de las Trincheras” en los grandes almacenes de Londres más importantes. Los pocos francotiradores que estaban de servicio durante el día observaban la tierra de nadie a través de las troneras de una plancha blindada.



Las alambradas tenían que estar colocadas lo bastante distante por delante de las trincheras como para evitar que el enemigo llegara a hurtadillas y lanzar granadas. Es interesante saber que las dos novedades que más contribuyeron al peligro personal en la guerra fueron dos invenciones norteamericanas. Las alambradas aparecieron por vez primera en las fronteras estadounidenses a finales del siglo XIX para evitar que las traspasaran los animales. Y la ametralladora, de la que bien y extenso se ha hablado en otros “tópics”, fue un invento de Hiram Stevens Maxim (1840 – 1916), norteamericano que desilusionado por la ley de patentes de su país, estableció su Maxim Gun Company en Inglaterra y comenzó a fabricar armas en 1889. Finalmente, fue nombrado caballero por sus servicios. Al principio, la idea que se hicieron los británicos de las alambradas era semejante a la que tenía sir Dougleas Haig de las ametralladores. En el otoño de 1.914, la primera alambrada que vio el soldado Frank Richards colocada delante de las posiciones británicas era un alambre de los que se utilizaban en la agricultura, que habían encontrado por allí Fue más tarde cuando llegaron desde Inglaterra los artículos manufacturados en cantidad suficiente para crear verdaderos matorrales de color marrón óxido, falsamente orgánicos, que le dieron al frente un aspecto de eterno otoño.



Toda la línea británica fue numerada por secciones, ordenadamente, de izquierda a derecha. Una sección, que normalmente ocupaba una compañía tenía una anchura de unos trescientos metros. Se podía ocupar la trinchera de primera línea de la sección 51, o la trinchera de apoyo S 51 de detrás, o la trinchera de reserva SS 51, de detrás de las otras dos. Pero una manera menos formal de identificar las secciones de una trinchera era mediante nombre de calles o plazas de sabor netamente londinense. Picadilly era uno de los nombres favoritos; otros eran Regen Street o Strand; los empalmes eran Hyde Park Corner y Marble Arch. Un mayor ingenio – y una mayor nostalgia – aparecía a veces al poner nombres a las trincheras alemanas situadas enfrente. Sasoon recuerda la descripción de “Durley” del ataque en el bosque de Delville en septiembre de 1.916: “Nuestro objetivo era tomar la Trinchera Pinta, tomando Bitter y Cerveza, y limpiando Ale y Vat, así como Callejón Pilsen” En todas partes se encontraban en las trincheras señales de dirección y de control del tráfico, lo que les daba un aire de ciudad moderna, aunque fuera literalmente subterránea.



Las trincheras que acabo de describir son más o menos ideales, aunque no tan ideales como las famosas trincheras de exhibición excavadas en Kensington Gardens para edificación del frente patrio interno. Esas trincheras eran limpias, secas y bien amuebladas, con sus flancos rectos y los sacos de arena apropiadamente ordenados. R.E. Vernède le cuenta a su mujer desde las verdaderas trincheras que un amigo acaba de volver después de haber visto las ideales: “Nunca había visto nada semejante” Y Wilfred Owen llama a las trincheras de Kengsinton Gardens “el hazmerreír del Ejército” .Al explicar la rutina militar a sus lectores civiles, Ian Hay se esfuerza por dar la impresión de que las trincheras de verdad son idénticas a las exhibidas, y que son correctamente descritas en un lenguaje casero, utilizando un cierto toque de superioridad:




“La trinchera de fuego es nuestro centro de negocios, nuestra oficina en la ciudad, por así decirlo. La trinchera de apoyo es nuestra residencia en las afueras, adonde el cansado trabajador puede retirarse periódicamente, o más correctamente, en relevos, para tomar un refrigerio y reposar”

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